Tengo la sensación que a la hora de hablar de Elvis Perkins hay que hacer demasiadas aclaraciones. Matizaciones destinadas a salvar la magia de sus canciones de cualquier favoritismo ajeno a la música. Así parece necesario explicar quienes fueron sus padres y el trágico final que vivieron ambos; la influencia de ambos sucesos en sus letras tristonas y melancólicas; su afán por superar las desgracias familiares y renacer con una guitarra bajo el brazo, la supuesta facilidad con que sus discos han llegado al mercado... Pero todo ello carece de sentido cuando uno se abre de orejas ante sus composiciones.
Si su disco de debut, Ash Wednesday, era como un día soleado que se torna nublado de repente; su nueva grabación, Elvis Perkins in Dearland (que estará en las tiendas en marzo) es un combinado perfecto de épica, tradición, esperanza, decepción, minimalismo, gusto por el detalle,... Un disco que rezuma clasicismo por todos los lados. Clasicismo bien entendido que lo emparenta con el Dylan más despendolado (algo tendrá que ver que Chris Shaw produzca), el Tom Waits más pantanoso, los Byrds más luminosos, los cantantes guapos de los 50 y que saca una cabeza a todos los grupos de americana que salen cada año.
Canciones redondas (es dificilismo quedarse sólo con una) que son potencialmente mejoradas, en algunos casos, con unos hipnotizantes arreglos de vientos (que grandes esos Dearland) que acercan a Perkins al lado más divertido de las brass bands, el ragtime o el jazz callejero, sin que por ello pierda ese perfil de folk-singer que tanto le gusta cultivar.
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